Tres historias por San Valentín
- Aysha Singing InThe Rain
- 14 feb 2022
- 13 Min. de lectura
Actualizado: 10 dic 2023

Medias… negras.
<<5:45, 14 de febrero, feliz día del amor>>, decía una voz desde su mesilla de noche.
―Joder… ¿En serio? Estos trastos modernos… ―masculló con la voz pastosa.
Sabía perfectamente qué día era; lo que le había sorprendido era que lo dijera la alarma de su nuevo móvil, autorregalo de San Valentín.
Scarlet se desperezaba tranquila desde los pies de la cama y venía a darle los buenos días. Era, en esencia, blanca; pero lucía una especie de <<cobertura gris>> que abarcaba desde los ojos hasta la cola y sus patitas; como si llevara una chaqueta con capucha y unas zapatillas a juego. Apareció un día en su jardín y se quedó para siempre, como si supiera que a Bianca le hacía falta conocer otros tipos de amor. Ella le acarició la cabecita y la gata le correspondió con un lametón en la mejilla. Después, conocedora del protocolo, se arrellanó entre las sábanas, le dedicó una última mirada y cerró los ojos.
―Buen día a ti también, preciosa ― respondió Bianca, antes de dejar un beso sobre su cabeza gris y salir de la cama―. Joder, qué frío.
Cris la había acostumbrado a dormir en ropa interior y eso hacía que salir del abrazo del nórdico costase más por falta de temperatura que de sueño. Fue su primer <<puto Cris>> del día; como de costumbre, no sería el único.
Abrió, con prisas, el cajón de las medias; necesitaba vestirse rápido y entrar en calor. Y allí estaban, unas que ni recordaba haber comprado, negras, con corazones también negros. <<Qué apropiado>>, pensó. Llevaban unos tres años esperando entre todas las demás pero su dueña lo había olvidado en defensa propia. Las había comprado para una ocasión especial que nunca llegó y las enterró entre otras y entre los restos del naufragio en los que nunca se permitía pensar.
―Pues vamos allá ―se dijo, rescatándolas de su desahucio. Las acompañó con una falda negra y unas botas del mismo color y rompió la oscuridad con jersey rosa, el primo tímido del rojo. Al subir la falda, la cremallera se enganchó en las medias y, efectivamente, se rompieron.
―Joder… ―murmuró con fastidio. Pero decidió dejárselas puestas; total, era la parte donde acababa el culo y empezaba la pierna, no se le iba a ver con el uniforme.
Terminó de arreglarse, limpió y rellenó los platos de Scarlet y se fue a trabajar, echándole un último vistazo para asegurarse de que estaba bien. Gesto que el animal agradeció, abriendo solo un ojo y volviendo a cerrarlo al instante. Bianca se fue con una sonrisa.
Atravesó el hospital en pocos minutos, aún estaba tranquilo a esas horas.
<<A ver esa bata…>>, leyó en una ventana emergente de su móvil, que descansaba sobre la mesa, y se sobresaltó, pues acababa de ponérsela. <<Tranquila, no te estoy espiando, te conozco, sé que es lo primero que haces al entrar y sé que acabas de llegar>>. Sonrió y negó con la cabeza. Apostaba a que eso también lo había adivinado.
Se hizo una foto rápidamente y se la envió. <<Bonitas medias, ¿por qué no las había visto antes?>>. <<No sabía que las tenía…>>.
Pasó la mañana entre reuniones y no supo nada más de Cris. No le sorprendió, era de esos. Desde siempre. Un <<siempre>> que venía durando, contra todo pronóstico, casi tres años. La tarde fue muy parecida y se alargó en exceso, debido a las exigencias del trabajo y a su falta de planes porque sus amigas celebraban San Valentín.
Aparcó un par de calles atrás y se dirigió a casa. Pero, en el corto trayecto, pasó por la puerta de una licorería y decidió regalarse un buen vino.
Abrió la puerta que daba al jardín intentando espantar ideas que, normalmente, conseguía mantener a raya pero que esa noche no se lo estaban poniendo muy fácil. Intentó visualizarse delante de su chimenea, con su gata y su vino, disfrutando de alguna película a la que no hubiera que prestar demasiada atención.
En esas estaba, ya dentro, en la puerta que daba paso a la casa, cuando, a punto de meter la llave en la cerradura, alguien se le pegó a la espalda y la sujetó por la cintura. El susto duró los dos segundos que tardó en reconocer el olor y la presión de ese cuerpo contra el suyo. Dejó caer la cabeza hacia atrás y sonrió, mientras Cris ya le besaba el cuello.
―¿Qué haces aquí?
―Darte una sorpresa. ¿Habías quedado con alguien?
―No.
―Eso no es ninguna sorpresa…
―Cállate… ―dijo Bianca, girándose y besándole con fuerza.
Llegaron a la cocina a trompicones, saludando a Scarlet al pasar; pues hay ciertos asuntos que son más importantes que cualquier urgencia y su amor por los gatos era una de las poquísimas cosas en las que ambos coincidían.
Cris le quitó todo lo que llevaba en las manos, lo colocó sobre la mesa y llevó a Bianca hacia la encimera, donde la situó de espaldas a él. Con un movimiento suave pero firme, cogió sus manos con una sola e hizo que las apoyase contra un mueble, por encima de su cabeza. Ella respondió con su ya famoso <<joder>> y él le mordió el cuello, arrancándole el primero de los muchos gemidos que tenía pensado robarle en las próximas horas. Le desabrochó la falda con dos dedos de su única mano libre que, a continuación, deslizó por dentro de las medias.
―Mmm, sin bragas…
Eso tampoco era una sorpresa, y le encantaba; como el cumpleaños de un niño al que siempre colman de regalos y no por eso deja de ser especial. Empezó a notar la tensión en su cuerpo nada más empezar a tocarla. Qué bien se les había dado el sexo siempre, desde el primer polvo; nada que ver con todas las demás primeras veces, caóticas y poco satisfactorias. Sabían cómo tocarse, cómo comerse, como moverse en la cama. Bueno, y en cualquier habitación de la casa; véase, por ejemplo, la cocina.
Bianca abrió los ojos un momento y reparó en el escurridor: una cucharilla que terminaba en forma de corazón, un cuenco de bambú con estampado de cebra y una taza grande de cerámica de un bonito rojo oscuro. <<Qué apropiado>>, pensó. Pues, lo de la cocina era muy de ellos, a pesar del poco glamur; pero esos colores le daban un toque un poco más cool. Una mezcla también muy ellos. La intensa sensación acusada en su entrepierna hizo que aquel pensamiento, tan prosaico en esencia pero mucho más profundo en realidad, se desvaneciera a los pocos segundos de nacer. Iba a explotar. Literalmente. Como cada vez que él la tocaba. En apenas dos minutos y con una intensidad que había tardado casi cuarenta años en conocer. No era ninguna monjita ni es que no hubiera dado con amantes hábiles anteriormente; pero aquel calambrazo final que sentía con Cris era, indiscutiblemente, de una magnitud superior.
―¿Por qué tiemblas? ―preguntó él, con esa vanidad que le caracterizaba pero que, en este caso, era bien merecida; haciendo que ella apoyase las manos sobre la encimera para que se recuperase un poco a pesar de que no pensaba darle tregua.
―Por tu culpa ―respondió Bianca, sin aliento. Y él sonrió con suficiencia.
―Insisto: bonitas medias. Lástima que estén rotas.
Y Bianca supo que él remataría la faena antes de sentir cómo la fina tela terminaba de romperse de un tirón. Cris le dio la vuelta, la sentó en la encimera y le abrió las piernas. Ella fue a abrir la boca pero él le cortó.
―Sí… Lo sé… ¿Cuándo me vas a dejar hacértelo sin condón?
―Sabes la respuesta y no creo que quieras hablar de ello ahora. Ni yo tampoco. El plan que pareces tener me resulta más interesante.
Bianca había aprendido a poner sus límites sin que él se enfadara. Les había costado varios meses y un par de rupturas llegar a ese punto. Bianca no sabía a qué se dedicaba Cris ni dónde vivía, y tenía pinta de que lo segundo no lo sabía ni él. Cuando él le propuso una relación abierta, ella, en un principio, dijo que no; pero luego, la intensidad del sexo la hizo cambiar de idea. Sin embargo, lo cierto era que ella no se acostaba con nadie más, aunque él no tenía por qué saberlo. Pero lo sabía, aunque no se lo dijera a ella. Él, obviamente, sí se veía con otras, ¿para qué, si no, iba a proponerlo? Y esa era la razón de que ella fuera precavida, con la salud al menos, ya que con el corazón no. Era médico, joder.
Cris le tendió el preservativo que acababa de sacar de su bolsillo. Bianca rasgó el envoltorio y se lo puso hábilmente pero con un poco de ceremonia, la que él no tuvo para levantarla y colarse dentro de ella, provocando un gemido simultáneo de los dos. Y así, se la llevó hasta la cama y dedicaron la noche a eso que mantenía lo que quiera que fuera que tenían…
¿Feliz qué?
―Hostia, qué careto>> fue su saludo de <<buenos días>> para sí misma al verse en el espejo que tenía frente a la cama. <<Miau>>, confirmó Malcom, su gatito atigrado ―. Gracias, yo también te quiero…
Ver que eran casi las dos de la tarde no le hizo más feliz que su reflejo. Se levantó con poca ilusión y aún menos ganas y se encaminó hacia el ordenador para confirmar que, efectivamente, el mes anterior había recibido la última cuota de prestación por desempleo. Llevaba parada año y medio y no se lo había dicho a nadie. Y tampoco había encontrado otro trabajo. No uno seguro, al menos. Aunque, ¿qué lo era en esos tiempos? Menos mal que aún le quedaban unos ahorros y había conseguido hacer algunos encargos de extranjis como diseñadora gráfica durante esos meses, pero tendría que ponerse las pilas.
Su móvil sonó, se lo había dejado en el escritorio la noche anterior. <<¿Sigue en pie lo de esta tarde?>>. Mierda, se había olvidado y tenía un par de cosas que hacer. <<¿Por qué no? Pero mejor por la noche>>. Esperaba que no lo interpretase como algo que no era. No tenía muy claro por qué había quedado con ella, si por verdadero interés o por insistencia; porque lo cierto era que, últimamente, nada le interesaba realmente.
Pasó la tarde haciendo cosas, aunque menos de las que debía, parando a fumar más a menudo de lo recomendable (deseando en secreto haber sido alcohólica en lugar de fumadora, seguro que era más anestésico) y entreteniéndose con el gato más de la cuenta. Y llegó tarde, como era costumbre en ella. Esperó que no le preguntara por la causa de su retraso porque no era capaz de prometerse a sí misma que no diría la verdad: que llegaba tarde porque, en realidad, no quería ir. Así estaban las cosas.
La vio sentada de espaldas y los pensamientos negativos se le disiparon un poco. Su pelo era rubio oscuro, natural; lo llevaba teñido de rosa claro, corto y liso, y le quedaba muy bien; además de dejar al descubierto el bonito tatuaje que adornaba su nuca. Era bajita, de formas sinuosas, pero delgada. Y tenía cara de niña buena, con unos rasgos discretos que reflejaban una belleza serena. Era su chica ideal, desde siempre; y muy atenta con ella, también desde siempre. Pero Raquel tenía otras cosas en la cabeza.
Se giró de repente, como si la hubiera olido; oído, seguro que no, porque era más sigilosa que su gato. Alba le regaló una bonita sonrisa a modo de saludo y le plantó un sonoro beso en la mejilla, con mucha seguridad, encantada de conocerse. Le gustaba mucho esa cualidad de ella, y le aterraba en igual o mayor medida.
Raquel saludó al camarero desde lejos y él le devolvió el saludo y el mensaje por gestos de que le pondría su café muy cargado enseguida.
Alba comenzó a hablar y ella centró su atención en la perfecta alineación de sus dientes súper blancos. Sus labios eran finos pero de un color intenso y bien dibujados, y tan hipnóticos que frustraron todos sus esfuerzos por escuchar algo de lo que decía.
―Y así es como contraje la venérea.
―¿Qué? ―preguntó Raquel, volviendo como de una galaxia muy lejana.
―Que vaya cara de tonta. No has oído nada, ¿verdad?
Raquel recibió el sentido del humor de Alba como una brisa fresca que le cambió un poco el chip. Pese a su retraso y su falta de atención, la chica se mostraba amable con ella, ¿por qué carajo no se dejaba de idioteces y hacía algo bien para variar? Nadie tenía la culpa de su situación y tal vez fuera el momento de echarle ganas a la vida.
―Perdona, soy una maleducada. ¿Qué me decías?
―Que me alegro mucho de estar por fin aquí.
―Yo también ―y le sorprendió sentir que estaba siendo sincera.
―Si tuvieras que dejar de comer algo para siempre, ¿qué sería?
―¿Y esa pregunta?
―No me gusta ser predecible.
―Pues… no lo había pensado nunca, la verdad.
―Eso sí es predecible.
―Soy muy corriente, lo siento.
―Ni lo eres ni lo sientes, a mí no me engañas.
―¿Ah, no?
―No. No habría insistido tanto si lo fueras.
―¿Qué esperas de mí?
―¿Y tú?
―¿Que qué espero de ti?
―No, de ti misma.
―Puf, pasapalabra.
―Pues mal…
―Pues es lo que hay.
―Pues ya lo veremos…
Raquel encendió un cigarro para quemar un poco la tensión y todo lo demás, que flotaba en el ambiente como algo dulzón que le hacía sentir extrañamente bien pese a no ser para nada su estilo.
―Espero que seas la mitad de lo interesante que pareces ―retomó Alba, observando a Raquel con una sonrisa calmada que había mantenido durante todo el tiempo.
―¿En qué universo paralelo parezco yo interesante?
―En el de las chicas con el pelo rosa y los rayos equis que ven a través de las capas de pesimismo. Te has acostumbrado a esa oscuridad porque así no tienes que esforzarte. Pero no se puede vivir durante mucho tiempo en ese estado.
―¿Al psicoanálisis invitas tú o te hago un bizum?
Alba se rio y a Raquel le gustó. Parecía imposible derrumbar el ánimo de aquella chica y, desde luego, para aguantarla a ella, hacía falta un carácter así. A decir verdad, había perdido la cuenta de mucho de lo (no) vivido últimamente, tanto que no sabía si siempre había sido así o si, de tanto tiempo, se lo parecía.
―Me encanta tu mordacidad ―comentó Alba.
―A la gente le molesta bastante.
―No todo el mundo tiene la capacidad de entenderla…
―Eso será.
Consiguieron arrancar la conversación y les duró algo más de hora y media. Raquel se fue relajando visiblemente y prometiéndose salir del agujero, pero de eso no fue consciente.
―Te acompaño a casa ―dijo Alba, aprovechando un silencio por agotamiento del tema a tratar. Raquel, que habría preferido pasar a otro en lugar de dar por zanjada la reunión, simplemente asintió; un poco de sexo tampoco era mal plan.
Charlaron vagamente por el camino, de nada en particular. Al llegar al portal, Alba le dejó paso y la siguió escaleras arriba. Raquel habría preferido ir detrás, no le gustaba sentirse observada y le habría encantado verle el culo a Alba. En eso pensaba cuando, al meter la llave en la cerradura, Alba tiró de su mano e hizo que se girara hacia ella. Era bastante más pequeña que ella pero, al parecer, solo físicamente. Se puso de puntillas y empezó a besarla con calma pero también con determinación. Raquel estaba gratamente sorprendida y comenzaba a imaginar todo lo que empezaba a tener ganas de hacerle.
―Buenas noches, nos vemos pronto ―susurró, de repente, Alba y se fue, sin dejar de mirarla hasta doblar la esquina que daba paso a la escalera por la que habían subido―. Y feliz San Valentín ―gritó desde abajo.
―¿Feliz qué? ―preguntó Raquel. La respuesta: el sonido de la puerta del portal al cerrarse.
Y que le gusten los gatos.
<<―¿Qué buscas en un hombre?
―Así, con disimulo…
―¿Cómo?
―No sé, me parece una pregunta poco práctica. Por decirlo amablemente…
―Es por hablar de algo.
―Mal vamos si tenemos que recurrir a tópicos para forzar la conversación.
―Eres un poquito exigente, ¿no?>>.
―¿En serio, tía? ―preguntó Martina, que había oído, muerta de risa, la reproducción de aquella conversación.
―Tal cual…
―Hombre, algo de razón tiene… Eres exigente.
―¿Soy exigente por pretender tener conversaciones interesantes? Joder, cómo está el mundo…
―Perdona, ¿la calle Bilbao?
Sandra salió de golpe de la conversación y miró hacia su derecha, dirección en la que ya miraba Martina desde hacía unos segundos. Un chico moreno le hablaba directamente a ella pese a que eran dos. Le costó un poco centrarse.
―Pues… A ver, no está lejos, pero es un poco lioso. Déjame pensar…
―¿Y por qué no le acompañas? Yo ya me iba ―soltó Martina, dejando un billete sobre la mesa y perdiéndose entre la gente que transitaba la plaza antes de que Sandra pudiera siquiera reaccionar. El chico la miraba, esperando una respuesta.
―¿Tienes prisa? Tengo que pagar… ―consiguió espabilar Sandra, preguntándose qué bicho le había picado a Martina y en que, ya que se iba, podría haberle acompañado ella.
―Tranquila, voy bien.
Sandra fue a la barra para agilizar la misión y para no quedarse en un silencio incómodo con un perfecto desconocido. Desde la relativa intimidad que le proporcionaba la distancia, le observó disimuladamente. Era alto, delgado pero fibroso. Llevaba un pantalón vaquero con algunos rotos, ceñido al tobillo y bastante marcado. También vestía una camiseta negra con un borde blanco y unas palmeras y en el pecho. El pelo, con un corte muy moderno, a lo futbolista. Y tenía unos labios carnosos que invitaban a pensar… se regañó mentalmente por aquel último pensamiento. A lo mejor no era tan exigente después de todo.
―Gracias ―dijo el desconocido, esbozando una bonita sonrisa, cuando Sandra volvió a la mesa y le invitó, con un gesto, a seguirla ―. Soy Víctor, por cierto.
―No hay de qué… Encantada… Sandra ―articuló torpemente la susodicha.
―Llevo apenas dos días en la ciudad y todavía no me hago con los nombres de las calles ―asumió la responsabilidad de reconducir la situación el chico y pareció dar con la tecla.
―¿Qué te ha traído aquí?
―He pedido un traslado.
―¿Conocías la ciudad?
―No. Solo pedí un sitio con mar y me tocó este.
―¿Aventurero?
―Con ganas de un cambio más bien. ¿Siempre hace tanto calor aquí? Estamos a catorce de febrero…
―Y en Canarias… ―Él sonrió. ―¿Y qué estamos buscando exactamente?
―Pues… yo diría que esto ―respondió Víctor, parándose ante la puerta del museo de la ciencia.
―¿No eres muy mayor para esto?
―Hay tres cosas para las que nunca se es muy mayor… ―Hizo una pausa para dar teatralidad a lo que decía y Sandra le apremió a seguir, abriendo mucho los ojos. Los Reyes Magos, la playa y los planetarios―. A Sandra se le escapó una carcajada, a la que él respondió con falsa indignación―: deduzco por tu risa que no es buena idea invitarte a entrar.
Y fue la primera cita más original que Sandra, no solo hubiera tenido nunca, sino también que hubiera alcanzado a imaginar. Después, para no romper el ambiente, comieron en Burger King y fueron a tomar un helado. Pero tanta risa les llevó a algo mucho más adulto y acabaron en el hotel en el que él se alojaba; pues, se lo estaban pasando muy bien pero a Sandra no le hacía mucha gracia meter a un desconocido en casa.
El sexo fue del estilo del resto del día: natural y divertido, nada ostentoso.
―¿Es buena esta zona para vivir? ―preguntó él, mientras acariciaba el brazo de ella con las yemas de sus dedos.
―Es una pasada pero, como suele ocurrir en esos casos, un poco cara.
―Eso no es problema.
―¿Eres un millonetis?
―Un policía de treinta y ocho años sin hijos ni hipoteca ni pareja ni ex mujer.
―¿Ni ex marido?
Ella misma se rio de su chiste y él se contagió.
―Quiero encontrar algo pronto, tengo ganas de recuperar a mi gato y traerlo conmigo.
―¡No! ―Fue la respuesta de Martina, días después.
―¡Sí! Y menos mal… Me dejaste con un extraño, podría haberme matado.
―Claro, con esa pinta, de día y en todo el centro… Tú ves muchas películas. Pues ya puedes escribirle al otro y responder a su pregunta.
―What?
―Sí, al de <<¿qué buscas en un hombre?>>. Que sea guapo, que vista bien, que sea espontáneo…
―Y que le gusten los gatos.
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